El buen gusto por la música se hereda, o al menos eso dicen las voces que susurra el viento. El buen gusto por la música se hereda, pero a apreciar los sonidos se aprende, no es algo que nos viene dado, sino que se trata de una habilidad que se practica casi a diario.
Esa noche había música de fondo, apenas solapada por el murmullo del caucho rodando sobre el asfalto. La ruta de noche se vuelve atractiva y misteriosa, se muestra seductora, insinuante, con el peligro y la duda de lo que puede aparecerse dentro del halo de luz que se proyecta en el pavimento. La ruta de noche resulta inquietante, pero también te regala la paz que, como un bálsamo sobre los pinchazos en tu pecho, transmiten las estrellas del cielo y las eventuales luces del camino. La buena compañía ayuda en cualquier viaje, dos bellas mujeres venían conmigo, cantando y riendo; pero este viaje no era cualquier viaje, porque en esta ocasión, la ruta -y lo que sucede en sus orillas- no era el camino sino el destino.
Como si estuviera bajo la spotlight de un escenario, un solitario comedor se mostraba rodeado de oscura nada, a un lado de la ruta. Camiones de distintos tamaños y apagados colores dibujaban una corona flanqueando la entrada al lugar, guardianes de metal, custodios de la puerta de su Edén. Un cartel de neón sobre la gigantesca entrada repetía, casi como con un eco silencioso, el nombre del lugar que figuraba en un inmenso poste para que se viera a la distancia, una palabra: “Diner”. Desde las gigantescas ventanas se veía una barra de madera salpicada del rojizo resplandor de las luces y los colores del lugar; sobre la esa barra se leía en unas letras fileteadas el nombre de su propietario: “Manolo”.
Entramos al lugar entre risas y chistes internos, quizás algunas palabras con doble sentido. Uno de esos hermanos que me dio la vida me recibe con un fuerte y sentido abrazo, el propio Manolo ahora saluda a las damas, les regala algún piropo, y nos enseña la mesa que celosamente nos había reservado.
- ¿Qué tal preparan el fernet acá? -. Pregunté disimulando un ruego.
- Noooo, Nacho, acá primero vas a probar mi gin-tonic. ¡Te va a volar la cabeza! Jejeje - Soltó en tono jocoso - Y para ustedes también hay -. Agregó guiñando un ojo.
Trajo cuatro gin-tonics y se sentó con nosotros en la mesa, su sabor delataba un toque especial, Manolo decía que eran los cuatro hielos, pero yo creo que era jengibre. Por un momento todos los sonidos que nos rodeaban desaparecieron y fuimos sólo nosotros, cuatro amigos disfrutando de la presencia de los otros.
- Tengo ganas de que reversionemos algunas rolas, hermano… y después improvisamos algo, ¿te sumás? -. Me preguntó mi amigo.
- ¡Ni lo dudes! -. Contesté.
Varios tragos y algunas notas después, cuando el humo volvía a abrazar la mano de Manolo, bajamos de ese pequeño escenario lleno de instrumentos a disposición. Nos esperaban un par de sonrisas radiantes y ojitos brillosos, unos tragos recién preparados y cuatro hielos en cada vaso.
A dos mesas de distancia un sujeto, un poco más bajo que el promedio, de contextura robusta y tambaleo etílico, se pone de pie y comienza a gritarle a su esposa. Insultaba y amenazaba a cuanta persona lograba fijar con su nublada vista. En un arrebato de violencia toma un cuchillo y lo clava con firmeza en la mesa, frente a su esposa; esta escena nos expulsó a mi amigo y a mí de nuestros asientos y nos dispusimos abalanzarnos sobre él, mas nos contuvimos al ver que se alejaba de la mesa. Manolo le hizo un gesto a quien atendía la barra y éste redirigió la seña a dos mozos, como si pidiera refuerzos; los 3 juntos se aproximaban al violento que sólo atinó a subirse al escenario de un salto, posicionarse detrás del piano, tomarlo por debajo y amenazar con tirarlo. Claramente adivinó las intenciones de quienes intentamos abordarlo. Los ojos de mi amigo salían de sus órbitas y quienes pretendían detenerlo aceleraron el paso, esto provocó la reacción del violento que, sin pensarlo dos veces, arroja el piano, salta del escenario y huye por la puerta corriendo.
En pocos segundos las risas y los tragos se convirtieron en pasado. Mi amigo juntaba teclas de piano del suelo con el rostro inescrutable. El joven que atendía la barra se acercó a Manolo para avisarle que no lo pudieron encontrar.
- La mayoría de nuestros clientes son camioneros, y la mayoría de ellos son clientes frecuentes. Que se corra la voz: recompensa a quien lo encuentre y me lo traiga -. Los ojos de Manolo eran sólo comparables con los de algún salvaje depredador impaciente por hacerse de su presa, inyectados de sangre, irracionales.
Pocos minutos después, mi amigo y yo atravesábamos la puerta con la cabeza en alto, la mirada a la distancia, buscando vida en la oscuridad que nos rodeaba. Bastaron unos instantes para distinguir una silueta, como la del violento cliente, que corría en dirección al oeste, a una importante distancia, bañada por un breve momento por una luz blanca, como la de un flash, mas se trataba de los faros de un camión tomando una curva a gran velocidad.
De los eventos de aquella noche no hablamos más, por primera vez nos dejó iguales algo que debió hacernos distintos. La historia se enfrió con la velocidad con la que se olvidan los sueños. Yo aún recuerdo haber visto a una mujer dejando caer un vaso, con un sorbete y, por supuesto, cuatro hielos.